sábado, 12 de junio de 2010

La inocencia perdida


“Hasta donde podemos discernir, el único objeto de la existencia humana es prender una luz de sentido en la oscuridad del mero ser”.
(C.G. Jung)

Un recuerdo acude a mi memoria y hago lo posible por alejarlo, pero él insiste en volver una y otra vez como la mosca que golpea insistente la ventana. Fue esa noche, la que creí sería la más larga de mi vida, pero el mundo me tenía preparada una paradoja: mi vida pasaría a ser la más larga de las noches.

Katrina tenía 17 años y se había escapado de casa a altas horas de la noche, saltando por la ventana, pues su padre no la dejaba salir tan tarde. A su encuentro acudió Elioth que, sentado en el coche, la esperaba impaciente. Se saludaron y la luz de la luna fue la única testigo de su marcha hacia las afueras del pueblo, o eso creyó.

Llegaron a la mitad del bosque, sólo les rodeaba el silencio, ella le sonrió nerviosa mientras se arreglaba el pelo, él la besó y las miradas decidieron por ellos. Se amaron apasionadamente como jamás lo habían hecho, en el ambiente se respiraba el suave aroma de un beso que fue arrebatado por el impacto de una garra. Unas enormes uñas estaban rasgando el techo, los dos se abrazaron, trozos del coche caían al suelo y se abría un hueco, entonces vieron unos ojos rojos como el mismísimo infierno. La bestia atacó a Elioth deshaciéndolo en mil pedazos, convirtiéndolo en un gigantesco puzzle que ni el amor de Katrina podría reconstruir. Ella salió corriendo pero, sin saber cómo, el vampiro estaba delante de ella. “Yo también me merezco un beso”, dijo. Sin más bebió del cuello de Katrina, ahogó sus suspiros entre el pelo de la joven y luego, con un movimiento casi involuntario, le dio de beber de su sangre inmortal, su vida.

100 años después.

Katrina se acercó a paso lento, casi temerosa. Sumergida en imágenes frustrantes, imágenes de desconsuelo. Cada vez estaba más cerca, sintió por un momento una voz que la invitaba a retroceder, sin embargo todo estaba arrojado y para su misantropía eso era mucho como para retractarse.

Caminó largo rato por la jungla gris hasta que, luego de un momento, se encontró de frente con lo que podía ser un rico bocadillo: un hombre que hundido en la miseria de su vida, o más bien de su corazón, atacaba a una inocente niña en un oscuro callejón.

Luego de una minuciosa observación, pensó desconsolada: “Qué horrible satisfacción se aprecia de la condición actual, qué confianza más asquerosa se tiene en el amor y qué cínico desprecio se profesa de la muerte. Qué impávidas bolsas andantes son los seres humanos que ven a la muerte como un enemigo y a la vida como un pesar. Qué orgullo por la excelsa hiperactividad, qué nauseabunda esperanza de la realidad del alma, qué patética importancia de los asesinos de Dios. Quizás merezcan la muerte muchos más que estos simples violadores de ciudad, pero es una empresa que toma demasiado tiempo y mi asesinato pretende ser breve. Tal vez ni siquiera merecen un poco de mi preocupación como para dedicarlo en su purificadora muerte, aquella que tanto anhelo”.

Tras pensar por un tiempo, se acercó sigilosa y tomó al hombre por el cuello y sin darle ni un respiro le clavó los colmillos arrebatándole la vida. La niña se alejó corriendo sin entender nada.

Katrina dio media vuelta. Su mente vagaba en el antaño, en la noche en la que su corazón aún latía, cuando entendió lo que era la vida y la muerte, cuando comprendió que la inocencia se podía perder dos veces.

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